jueves, 9 de mayo de 2013

Retorno Recomendación del Jurado Editorial Ruinas Circulares

Retorno
Taciturno observaba en la tele un barco hundido cuyas paredes desprendían lágrimas ocres dispersas en el agua profunda que lo había oxidado. Las algas sésiles y una fusión de los verdes de los sótanos naturales se habían adherido a los marcos de las lumbreras y sus filamentos se erosionaban yendo y viniendo por el designio de ese viento acuoso que imprime el movimiento de la vida submarina. Observaba los peces que, por urgencia, habían escogido el interior del barco huyendo de sus depredadores. Sintió hambre. Llamó al mozo y le pidió un refuerzo: “dos cañoncitos con dulce de leche y otro café doble”, dijo, con voz lánguida, frotándose las palmas. Sobre la vereda, a unos cuatro metros de altura, también se veía la televisión. Le pareció entretenido seguir las secuencias de ese documental mudo en el reflejo fantasmal de la calle Bartolomeo Timote. Salvo Don Diéguez, que había descartado el documental para mirarlo a él, quien lo viera no podría intuir que no estaba pensando simplemente, sino que miraba hacia lo alto de la puerta de ingreso, de vidrio limpio, porque allí arriba, un poco más allá, en el aire de la vereda, también se refractaba la historia del Olivia XXI. Y estaba el capitán Suárez mirando ese barco hundido y sentía el bullir de su sangre, un repentino estupor que recalentó su interior y empalideció su semblante. En un chucho de frío ese fuego se disipó. Se frotó las palmas otra vez. Entreabriendo los dedos, se acarició la cabeza lentamente simulándose arrastrar un cabello frondoso, negro, y reaccionó en la mollera: detuvo la caricia y se puso la boina de lana que había dejado al costado en la mesa, al tiempo que el mozo desplegaba el pedido. “¿Azúcar o edulcorante?, le preguntó, pero como el capitán Suárez no respondía, como el capitán Suárez miraba el documental que se proyectaba a la intemperie, el mozo arrojó tres sobres de cada cosa, y se fue hacia la barra con la bandeja engarzada en la axila. El capitán bebió un sorbo de café y mordió la factura. Con un solo mordiscón más, la terminaría, más tarde, cuando Don Diéguez, su amigo de la vida, que tomaba un café ahí mismo se acercó a preguntarle si el Don Suárez Capitán del Olivia XXI, se sentía bien. Suarez no mutó: solo miraba hacia la calle, el viento que zarandeaba las ramas de un árbol, su tele, y la gente que, con camperas y bufandas, pasaban por debajo de ella. Se alertó. Miró a Don Diéguez que, con las manos en los bolsillos, miraba hacia afuera y hacia arriba con sus ojos como de vidrio para calzarse el punto de vista del capitán, pero Diéguez solo atisbaba aire donde Suárez sus recuerdos y su juventud. El capitán lo miró a Diéguez desde abajo de sus anteojos nacarados y de vidrios gruesos: “Es triste, viejo. Quisiera volver a ser joven. Es triste terminar así”, y Don Diéguez le dio una palmada en la espalda que apenas si repercutió en su desnudez, debajo de los dos pulóveres grises que llevaba puestos. “Estoy en aquella mesa, querido”, le dijo Diéguez señalándole un rincón. “Podrías ser aquél, joven, si realmente quisieras”, culminó señalando con la pera la tele real que, sostenida por un soporte en altura, los enfrentaba, y se apartó. El capitán Suárez bebió el café como si fuera una pócima: otro sorbo, y otro, y otro, y otro más, y el último sorbo fondo blanco le quemó la garganta. El barco Olivia XXI, encallado en el fondo del mar, había albergado ahora un ecosistema submarino donde el capitán no tenía cabida. De pronto, aunque entrecerrando los ojos debajo de los lentes que aumentaban lo que ya no podía ver, leyó su nombre, transcripto en el aire de izquierda a derecha, y se vio en la ilusión que allí se proyectaba, en la vereda, sobre Bartolomeo Timote al 100. “El Capitán Bernardino Suárez comandó la nave durante treinta años”, se leía con cierto esfuerzo en la calle; de derecha a izquierda y legiblemente en la televisión real. Bajó la mirada. Se miró ahora en la vidriera: las cejas gruesas, canosas, que se le entrecruzaban con las pestañas; la barba crecida; las arrugas que se le caían como en cascada, como una masa espesa, debajo del mentón; los labios cerrados; los lóbulos de las orejas fláccidos. Volvió su mirada hacia su tele. Volvió a su ilusión, y allí, Bernardino Suarez, el capitán del Olivia XXI, a los treinta. Allí, con su uniforme azul marino y los botones dorados. Allí arriba, en el aire, bajo el frío. Y aquí dentro, también, tensionando el cuerpo, agarrándose el pecho, temblando otra vez. Solo después de que soltó el timón de su resistencia, lloró debajo de sus lentes  y arrastró una por una sus lágrimas antes de que se vieran. Y se quedó sumido en los recuerdos proyectados a la intemperie, hasta que una interrupción, que le devolvió la juventud, le impidió seguir viéndose afuera: un muchacho alto, de unos treinta, que llevaba un ancla bordada en el bolsillo de la camisa, entró al bar empujando con las dos manos la puerta de vidrio.