Retorno
Taciturno
observaba en la tele un barco hundido cuyas paredes desprendían lágrimas ocres dispersas
en el agua profunda que lo había oxidado. Las algas sésiles y una fusión de los
verdes de los sótanos naturales se habían adherido a los marcos de las lumbreras
y sus filamentos se erosionaban yendo y viniendo por el designio de ese viento acuoso
que imprime el movimiento de la vida submarina. Observaba los peces que, por
urgencia, habían escogido el interior del barco huyendo de sus depredadores.
Sintió hambre. Llamó al mozo y le pidió un refuerzo: “dos cañoncitos con dulce
de leche y otro café doble”, dijo, con voz lánguida, frotándose las palmas.
Sobre la vereda, a unos cuatro metros de altura, también se veía la televisión.
Le pareció entretenido seguir las secuencias de ese documental mudo en el
reflejo fantasmal de la calle Bartolomeo Timote. Salvo Don Diéguez, que había
descartado el documental para mirarlo a él, quien lo viera no podría intuir que
no estaba pensando simplemente, sino que miraba hacia lo alto de la puerta de
ingreso, de vidrio limpio, porque allí arriba, un poco más allá, en el aire de
la vereda, también se refractaba la historia del Olivia XXI. Y estaba el
capitán Suárez mirando ese barco hundido y sentía el bullir de su sangre, un
repentino estupor que recalentó su interior y empalideció su semblante. En un
chucho de frío ese fuego se disipó. Se frotó las palmas otra vez. Entreabriendo
los dedos, se acarició la cabeza lentamente simulándose arrastrar un cabello
frondoso, negro, y reaccionó en la mollera: detuvo la caricia y se puso la
boina de lana que había dejado al costado en la mesa, al tiempo que el mozo
desplegaba el pedido. “¿Azúcar o edulcorante?, le preguntó, pero como el
capitán Suárez no respondía, como el capitán Suárez miraba el documental que se
proyectaba a la intemperie, el mozo arrojó tres sobres de cada cosa, y se fue
hacia la barra con la bandeja engarzada en la axila. El capitán bebió un sorbo
de café y mordió la factura. Con un solo mordiscón más, la terminaría, más
tarde, cuando Don Diéguez, su amigo de la vida, que tomaba un café ahí mismo se
acercó a preguntarle si el Don Suárez Capitán del Olivia XXI, se sentía bien.
Suarez no mutó: solo miraba hacia la calle, el viento que zarandeaba las ramas
de un árbol, su tele, y la gente que, con camperas y bufandas, pasaban por
debajo de ella. Se alertó. Miró a Don Diéguez que, con las manos en los
bolsillos, miraba hacia afuera y hacia arriba con sus ojos como de vidrio para calzarse
el punto de vista del capitán, pero Diéguez solo atisbaba aire donde Suárez sus
recuerdos y su juventud. El capitán lo miró a Diéguez desde abajo de sus
anteojos nacarados y de vidrios gruesos: “Es triste, viejo. Quisiera volver a
ser joven. Es triste terminar así”, y Don Diéguez le dio una palmada en la
espalda que apenas si repercutió en su desnudez, debajo de los dos pulóveres
grises que llevaba puestos. “Estoy en aquella mesa, querido”, le dijo Diéguez
señalándole un rincón. “Podrías ser aquél, joven, si realmente quisieras”,
culminó señalando con la pera la tele real que, sostenida por un soporte en
altura, los enfrentaba, y se apartó. El capitán Suárez bebió el café como si
fuera una pócima: otro sorbo, y otro, y otro, y otro más, y el último sorbo
fondo blanco le quemó la garganta. El barco Olivia XXI, encallado en el fondo
del mar, había albergado ahora un ecosistema submarino donde el capitán no
tenía cabida. De pronto, aunque entrecerrando los ojos debajo de los lentes que
aumentaban lo que ya no podía ver, leyó su nombre, transcripto en el aire de
izquierda a derecha, y se vio en la ilusión que allí se proyectaba, en la
vereda, sobre Bartolomeo Timote al 100. “El Capitán Bernardino Suárez comandó
la nave durante treinta años”, se leía con cierto esfuerzo en la calle; de
derecha a izquierda y legiblemente en la televisión real. Bajó la mirada. Se
miró ahora en la vidriera: las cejas gruesas, canosas, que se le entrecruzaban
con las pestañas; la barba crecida; las arrugas que se le caían como en
cascada, como una masa espesa, debajo del mentón; los labios cerrados; los
lóbulos de las orejas fláccidos. Volvió su mirada hacia su tele. Volvió a su ilusión, y allí, Bernardino Suarez, el capitán del
Olivia XXI, a los treinta. Allí, con
su uniforme azul marino y los botones dorados. Allí arriba, en el aire, bajo el
frío. Y aquí dentro, también, tensionando el cuerpo, agarrándose el pecho,
temblando otra vez. Solo después de que soltó el timón de su resistencia, lloró
debajo de sus lentes y arrastró una por
una sus lágrimas antes de que se vieran. Y se quedó sumido en los recuerdos
proyectados a la intemperie, hasta que una interrupción, que le devolvió la
juventud, le impidió seguir viéndose afuera: un muchacho alto, de unos treinta,
que llevaba un ancla bordada en el bolsillo de la camisa, entró al bar
empujando con las dos manos la puerta de vidrio.