Fabio Morábito Huellas A Diego, quien me
dio la idea
Está lejos de la parte más concurrida de la playa y, como de costumbre,
mientras camina, mira las huellas de los bañistas en la arena. Le gustan los
sitios apartados, donde las huellas son escasas y puede observarlas mejor. Mira
el rastro de una madre y de su niño, que va en sentido contrario al suyo. Son
pisadas de dos o tres horas atrás. Piensa que una mujer no se habría aventurado
sola cargando a su niño hasta ese punto de la playa, así que también debió de
acompañarlos el padre, cuyas huellas han desaparecido porque seguramente
caminaba más cerca de la orilla y han sido borradas por el agua. Las del
pequeño, que aparecen y desaparecen a intervalos regulares, indican que su
madre lo cargaba, lo bajaba durante un rato y volvía a cargarlo. Donde sus
huellas están ausentes, las de la madre se ven más delineadas por el mayor peso
que sus pies soportaban en ese momento y el arco dactilar de ella se observa
dilatado a causa del movimiento instintivo para proporcionar al cuerpo una
mejor base de equilibrio. Él nunca se cansa de ver las alteraciones que tienen
lugar en la anatomía del pie de una madre cuando ésta carga a su crío; incluso
ha observado que la dilatación del arco dactilar se da espontáneamente en
muchas mujeres con sólo mirar a un bebé.
La arena se ha enfriado y eso lo pone nervioso. Le gustaría alcanzar el
extremo de la bahía, pero piensa que debe regresar, pues dentro de poco se hará
de noche. Está a punto de darse media vuelta para volver, cuando se fija en
otras huellas, un rastro que avanza hacia el final de la playa, formado por las
pisadas de dos hombres y una mujer que caminan juntos. La mujer va en medio,
probablemente cogida del brazo de los dos hombres, porque los tres pares de
huellas están muy próximos entre sí. Él mira a lo lejos para ver si alcanza a
ver a los tres individuos y, en efecto, distingue tres puntos aparentemente
inmóviles y se pregunta por qué se habrán alejado tanto. A la distancia en que
se encuentran, no puede saber si están de regreso, pero supone que sí, porque
va a anochecer dentro de poco.
Advierte en las pisadas de los dos hombres y la mujer una leve
contracción de los dedos, que conoce bien. Sabe que suele ser fruto de alguna
tensión o malestar. Es como si temieran cortarse con algo puntiagudo, un clavo
o un trozo de vidrio. Pero hay algo más en sus huellas que lo desconcierta. Es
un rastro demasiado regular, desprovisto de esas ondulaciones que suelen tener
las pisadas de quienes caminan en la orilla del mar. Al contrario de la mayor
parte de los bañistas, que se retiran de un salto cada vez que una ola
particularmente fuerte los alcanza, los dos hombres y la mujer parecen haber
hallado la línea que transcurre más cerca del agua sin ser afectada por las
olas, como si tuvieran el poder de predecir con exactitud el alcance de la
marea sobre la arena, lo que hace que su rastro sea extrañamente parejo. Nunca
había visto un rastro tan en consonancia con el oleaje. Vuelve a preguntarse si
no estarán de regreso. Si estuviera seguro de que vienen de regreso se sentaría
a esperarlos, para verlos de cerca.
Piensa que debe volver al hotel, pero esas huellas lo intrigan. El
hombre de la derecha es el de más edad, porque en sus pisadas se nota una mayor
proximidad de los dedos al metatarso, y observa que al lado de sus huellas se
ven las marcas de algo puntiagudo, quizá un palo o un bastón, aunque el hombre
no parece tan viejo como para necesitar un bastón. El de la izquierda es el más
joven, pero no tanto como para no ser el esposo de la mujer. Sin embargo, él
cree que el marido de la mujer es el otro, el más viejo, porque ella invade
constantemente su línea de pisadas, como si lo empujara o se recargara en él,
lo que indica un grado de confianza que la mujer no tiene con el hombre más
joven, cuyas huellas nunca llegan a morder las suyas. De hecho, las pisadas del
hombre más joven se encuentran ligeramente rezagadas con respecto a las de sus
acompañantes. Parecería que la mujer, tomándolo del brazo, lo estuviera jalando
para que se emparejara con ella y con el hombre mayor, sin conseguirlo
completamente, ya que el joven se resiste, lo que se advierte por su manera de
pisar con el lado externo del pie, que es como se camina cuando no se quiere
hacer ruido o se está nervioso. Es, pues, como si hubiera entre la mujer y el
hombre más joven una pugna sorda. Piensa que la mujer no lo tomaría del brazo
si el hombre más joven no fuera amigo de ella y del otro hombre. El hombre
joven, así, es alguien cercano a los dos, pero más cercano a la mujer, a juzgar
por aquel forcejeo sutil, como si entre él y la mujer existiera algún
entendimiento del cual se halla excluido el hombre más viejo…
Se pregunta si no lo adivinó desde el principio; si no fue esto lo que
percibió oscuramente desde que se fijó en el rastro de los tres. Imagina al
hombre más joven, renuente a esa caminata en compañía de su amante y del marido
de ésta, y a la mujer que toma a su joven amante del brazo para darle ánimo o,
quizá, para tenerlo bajo control. Tal vez, incluso, lo sujeta de ese modo para
que no desfallezca ante lo que han planeado hacer en esta hora
extrema en que no hay nadie en la playa.
Se ha detenido, horrorizado por esta idea. La playa luce completamente
vacía en la luz moribunda del ocaso. Sabe que debe volver. Han pasado más de
diez minutos desde que descubrió aquel rastro y los tres siguen siendo unos
puntos casi invisibles en la distancia. Comprende que no vienen de regreso,
sino que avanzan hacia el extremo de la bahía, donde la playa se adelgaza y
termina en un roquedal que divide el mar abierto de las aguas relativamente
tranquilas de la ensenada. Un sitio inhóspito, donde la corriente encajonada
entre los riscos forma rápidos remolinos. En veinte minutos más, con la
celeridad de los atardeceres del trópico, las tinieblas se tragarán la playa,
lo que hace más inexplicable que los tres sigan caminando en dirección al
roquerío de la punta.
Ha visto en su vida decenas de miles de pies. No hay nada probablemente
que conozca mejor que los pies. Las pisadas le indican no sólo las
características físicas de un individuo sino su personalidad, incluso su estado
de ánimo, o eso cree él. ¿Para qué le sirve todo eso? Para nada. Hasta es
posible que lo haya perjudicado, alejándolo de sus semejantes. Porque no es tan
tonto como para ignorar que la información que proporcionan las huellas de unos
pies no dice nada verdaderamente decisivo acerca de su dueño. A lo mejor, en el
fondo, busca liberarse de esa obsesión, forzando sus dotes inductivas para que
algún día la realidad lo desmienta rotundamente y, así, lo cure. Pero por primera
vez su vicio detectivesco le parece providencial. Se ha olvidado del hotel y
camina sin despegar los ojos de aquel rastro, buscando algún indicio de
violencia ejercida sobre el hombre de más edad. Se concentra en las marcas del
bastón, las observa minuciosamente y advierte que son más tenues que las que
dejaría un bastón de viejo, como si el hombre no lo usara para apoyarse sino
para trazar señales en la arena, y se pregunta si el tipo, al verlo a él en la
lejanía después de voltear en algún momento, consciente del peligro que corre,
no le estará mandando con el bastón un mensaje de socorro. Las señales, en
efecto, parecen sucederse en una alternancia regular de rasgos largos y rasgos
breves. Luego, la súbita revelación lo obliga a pararse y a observar de nuevo
los tres puntos a lo lejos. ¿Cómo no lo comprendió en seguida? Todo, en un
instante, encaja en su sitio. La ansiedad que muestran esas pisadas, que él
interpretó erróneamente como un forcejeo cómplice entre la mujer y el hombre
más joven; la extraña capacidad de los tres de predecir el alcance del oleaje;
la nerviosa intermitencia del bastón del hombre de más edad; todo, de golpe, le
parece de una claridad casi obvia, al comprender que las marcas intermitentes
son de un bastón de ciego. Los tres, cogidos del brazo, caminan hacia el lado
equivocado de la playa porque no pueden ver, y él, a un par de kilómetros de
distancia, es el único que se ha percatado de su error. Empieza a correr y
conforme cobra conciencia de que tiene que darse prisa antes de que la marea
nocturna alcance a los dos hombres y a la mujer entre las rocas de la punta,
aumenta el ritmo hasta encontrar una cadencia sostenida, demasiado sostenida
para sus escasas aptitudes de corredor. Piensa que lo que aprendió en toda una
vida de extirpar callos y juanetes, de aplicar pomadas y extraer uñas
enterradas, de lijar talones y atacar los hongos bajo los dedos de los pies, se
justifica por esta única carrera para alcanzar a los tres individuos que
caminan en la dirección equivocada. Sigue corriendo, la vista fija en los tres
puntos delante de él, reprochándose su escasa condición atlética, y diez
minutos después se le acaba el aire y tiene que pararse. Mira el primer mar
nocturno, su extensión acerada y fría que da miedo, mientras pone sus manos
sobre las rodillas para facilitar en esa posición el paso del aire a los
pulmones. Cuando se ha recuperado, reanuda la carrera a un ritmo más bajo. Le
parece extraño que no haya acortado la distancia que lo separa de ellos, cuyas
siluetas no se han agrandado en lo más mínimo, y sigue corriendo durante otros
cinco minutos, luego vuelve a pararse, desalentado al ver que los tres puntos,
ahora casi borrados por las tinieblas, parecen estar a la misma distancia de
antes. Baja la vista, fijándose otra vez en las huellas, y entiende por qué no
puede alcanzarlos. Ellos también han empezado a correr.