Segunda Mención de Honor Centro Cultural Rosalía de Castro
Cartitas pintadas
Cuando uno no sabe qué escribir —no estoy exenta de este síndrome a pesar de los años de palabras—; cuando uno no sabe qué escribir, como me pasa ahora, hay que pensar en una hoja, una birome, renglones, cuadernos, o un archivo en blanco de word. Cuando el bloqueo es gigante, la tecnología presta la mano; entonces, uno abre el buzón del correo electrónico, pone un destinatario, piensa en el destinatario, y salen solitas las palabras.
Ya terminé de pintar y decorar la cajita que te compré para tu cumpleaños; y, aunque la vas a recibir un dos de diciembre, te lo digo ahora, Matilda, porque esta carta ya es una ficción y porque la cajita ya está y a veces me gusta regalar cuando no es aniversario de nada: compré la caja en una casa de artículos de pino, y la pinté con esmaltes para uña que ya no uso, con acrílico color coral, le pegué gemas azules, y una mariposa de madera pintada con esmalte naranja, y una flor, un girasol porque es luz, porque se abre cuando el sol le da directamente en la cara.
Ya regué las plantas; no sé cómo estará en tus pagos, pero aquí hace mucho calor y se han consumido el agua que les eché a la mañana; sobre todo el jazmín, el malvón y el ombú bonsái, que es tan chiquito. Que fuimos tan chiquitas, ¿no? Pero nadie nos puso la pinza. Tal vez solo nosotras. Nadie nos cortó la raíz para que no creciéramos. Solo nosotras. Y no. Nosotras que, alrededor de una mesa en vacaciones de invierno, creábamos la forma más original de presentar un trabajo práctico. Nosotras sí que no tenemos las raíces recortadas, y florecimos en aquella etapa porque los miedos existen, existieron, pero es como si no estuvieran, son, eran, pero no están, no estaban. Y los que son, son cuco, el viejo de la bolsa con que las abuelas Esther y Lucía, nos amenazaban para que no saliéramos de noche. Los miedos no eran; los miedos, y eso que parece esconder las ramas nuevas de la primavera, y eso que parece esconder las hojas bien verdes llenas de esperanzas, no se sucedían en el cuerpo, no pasaban por nuestra alma. ¿Pero quién dijo que el alma se olvida de sí? ¿Quién dijo que uno por tristeza o por no saber qué hacer deja de tener brillo? ¿Quién dijo, amiga, que la vida pasa por construir castillos todos los meses de todos los años? El alma está también cuando uno parece que no está, cuando uno parece que no registra. Y está ahora que no sabía qué escribir y me acordé de vos, de este lazo que afianzaste conmigo los últimos días, de tus ganas, de los ojos brillosos, tu cruce de piernas, tus zapatillas nuevas, bien de adolescente, tu pelo rebajado, tus movimientos intermitentes, tu gesticular con las manos mientras explicás algo. Explicás algo, aconsejás bien, criticás bien, y también así, te despertaste, y algo te estás diciendo, y tal vez ahora tu alma se cansó del descanso, bien merecido que también lo tenía. ¿Viste cuando te sacaba los piojos aunque yo tenía el pelo largo hasta la cintura y me arriesgaba a contagiarme para ayudarte? Bueno, tuviste, tenés un par de piojos, bichitos de la vida y la cultura, de la existencia y de los impases de la vida. Del letargo que precede a la tormenta, de la tormenta que anticipa esos amaneceres que se sucedían pero no veíamos. Yo te saco un par de liendres porque te amo y sos mi amiga del alma, porque esta charla que tengo con vos a partir de lo que más amo hacer, aunque esté con un vestido agujereado, con los pies sobra la silla, pero los dedos bien puestos en la computadora; porque esta charla te decía, es una charla: no necesito que hables, que me escribas o me contestes para poder hablarte e intuir tu respuesta. Esta charla es como la que teníamos en los recreos en las escaleras, al costado de nuestra aula, cuando hablábamos de cosas difíciles que nos sucedían, sin saber que otras cosas merecerían ese rótulo. Porque nos peleamos por un amor, por un niño, que pensábamos que era de la una o de la otra, y por suerte no fue de ninguna de las dos, y yo salí llorando de la sala de computación, ¿te acordás? No me olvido de que me acusabas de robarte el novio o algo así y yo salí corriendo a lavarme la cara con esa agua helada que salía de los lavatorios del colegio. ¡Qué fría era el agua! ¡Qué calentita la escuela! El exterior no era más que las vías que cruzábamos, los asaltos en las casas, y los boliches, con entrada y salida custodiada por algún padre. ¿Y el exterior qué era? ¿Qué era eso que me dijiste un día por teléfono (yo recuerdo bien que estaba hablando con ese tubo grande que tenía mi abuela en su casa) y vos decías que habías aprendido que la Universidad se tenía que acomodar a vos y no vos a las exigencias de la Universidad. ¿Existía la burocracia, la deshonestidad, la mentira? No. Todo eso nos fue poniendo niñas bonsái, nos fue mutilando la esperanza, pero nunca nunca pero nunca al punto de hacernos claudicar. Morimos tal vez muchas veces desde que nos conocemos. Morimos de pie muchas veces como los árboles. Pero en la innumerable cantidad de vidas que vivimos, la innumerable cantidad de veces que fuimos larva y mariposa, nos han hecho más fuertes; qué paradoja, con más miedos, pero más fuertes y humanas. Esta vez, no con las ansias tan elevadas, la ambición tan pretenciosa de cambiar el mundo en el que vivimos, sino de cambiar el nuestro, el propio, y ponerle la impronta que los contextos, las culturas de nuestros escenarios de vida, nos han impuesto como modelos. Así que, como bien aludías a las cartas que te escribía, cuando todavía no sabía lo importante que sería para mí el arte, cuando no sabía siquiera si iba a poder salir de la coreografía familiar humilde y precaria en la que nací, aquí estoy, escribiéndote una carta, en la que sos la protagonista. Cada vez que no sepa qué escribir, te escribo. Y charlamos por acá, qué lindo. Te amo; sí, ahora casada, ahora que soy más grande y amo a mi marido, también te amo a vos de otra manera, pero la fuente de mi amor siempre es la misma, como las mismas pero renovadas en sus energías son nuestras almas que vuelan, hurgan caminos y atajos, mientras todos creen que nosotras estamos dormidas.
Te veo el miércoles en la clase del taller de escritura. Otra vez en clase, aunque seamos más viejas. Eso sí, sin corbata, sin lazo, sin jumper azul. Bien despojadas, bien en chancletas, bien con la cara lavada, riéndonos aunque nos falte una muela, aunque la cola se nos caiga, aunque algún que otro piojo ande rondando adentro de nuestras cabezas. Yo te saco una liendre porque vos podés sacarte las otras, y los piojos, y todo lo que opaca esos atardeceres que salen de tus ojos y, por ahora; solo por ahora, son fotografías.
Segunda Mención Concurso Centro Cultural Rosalía de Castro
Buenos Aires, 25 de abril de 2012
Papá:
Hace frío en el departamento. Prendí la estufa eléctrica que me regalaste, pero no hay con qué darle: solo las hornallas generan ese vapor sobre los vidrios, y puedo escribir cosas en la ventana, palabras, papá, que parece que se borran cuando se secan, pero no. Reaparecen con la humedad. Y esa humedad, aunque estuve tan seca, es la que de tanto en tanto (casi siempre) vuelve a mi esternón, donde dicen que hay un chacra, y yo creo que hay un charco, un poco de tristeza, mucho miedo, nostalgia de tu café batido. El gordo está en Salta, vos a unas cuadras, no más de veinticinco y, sin embargo, subsumo en la mudez o en una carta esta necesidad de que, aunque grande, grandulota, grandiosa para vos, me arropes y entre en tus brazos, como cuando de beba me alejabas de los gritos de mamá y me llevabas dormida a upa para pagar la cuota del televisor a color. El cigarrillo se consume, casi sin mi ayuda, y eso no sería tanto si no fuera porque enciendo otro y otro más, como si eso me aislada del desamparo, de esa densa neblina que no me deja ver el camino. Porque estoy perdida, papá. Y, si bien por las reglas del crecimiento, me las estoy arreglando sola, cuántas veces como hoy, siento que solo el contexto de tu café batido puede mostrarme una luz. Aunque no sepas nada de mis dudas, aunque no puedas resolverlas, aunque no te des cuenta de que, a esta distancia vivencial, casada, con mis propias responsabilidades, sufro todavía por todo lo que pasamos. Por todo lo que pasó y por todo lo que no pasó cuando vivíamos juntos. Me tuve que ir para encontrar alguito de vida propia entre tanta peligrosidad camuflada y, sin embargo, me saqué el disfraz, me duele la carne viva de la reconstrucción, y ahí, es desde ahí donde igual te quiero. Y me doy cuenta de cuánto valió tu presencia, de cuánto valieron tus anécdotas extensas, tus narraciones en las reuniones familiares, para que yo encontrara en las palabras escritas, eso que vos dejabas picando en el aire. Quise superarte, superarlos. Y hoy me pregunto cómo se puede superar, ser más que otro, ser más que otro que, a pesar de mis ausencias, mis distancias, mis recriminaciones, siempre está erguido y avizora en mi cara una necesidad, sin pronunciamientos. Se puede superar un analfabetismo, una condición precaria de vida, y hasta aprender a conducir un auto en lugar de una bicicleta. ¿Pero tu amor? No, papá. No sería digno de mí decir que te he amado, en dicho y hecho, tanto como vos. Porque yo tengo esta humedad, sí, la tengo y estoy llovida por dentro de todo lo que te valoro, de todo lo que extraño tu protección, pero está adentro, abajito de mi piel, y solo ahora, en esta soledad acoplada con los primeros fríos del año y el humo del cigarrillo que dibuja rizos imperfectos en dirección a mi cara, solo ahora se sale, y lloro y te lloro porque, grande, grandulota, grandiosa para vos, te sigo extrañando. En cambio a vos, siempre te brillan esos ojos pardos que se te ponen verdes cuando me ves. ¿Te pensás que no me doy cuenta? ¿Te pensás que mis ojos pasan de largo los tuyos, papá? No. No. De ninguna manera. Sí me pasa a veces que no quiero verte para no saberlo. Para no reconocer tu humedad exterior, tu desesperación por que sea una mujer feliz. Y no lo estoy siendo, papá. No lo estoy siendo. Y no es el gordo que está en Salta y que me acaba de llamar para preguntarme de qué color quiero la mantita de allá. No es el gordo, no. El gordo es mi amor, mi amor real, con quien quiero construir mi vida y una familia, viejo. Pero mi felicidad es mía. Y no es. Y sé que no existe algo así como la felicidad de continuo. Y sé que si existe la felicidad es de a ratitos, de a ratos. De tanto en tanto. Lo que me sucede es que estoy perdida, viejo. No me encuentro y me confundo y tengo miedo. Y no hay respaldo en la vida adulta. Uno está sentado en una baqueta y la espalda derecha, la posición erguida, es lo único que nos salva de caer. De caer para atrás. No sé cuál es mi color preferido, ni si soy lo grandiosa que vos decís que soy, ni si inteligente, ni si talentosa. No sé cómo llevar de la mano a esta nena que fui, que me golpea desde adentro como si fuera una puerta, y no puedo dejar de encapricharme, de jugar a las escondidas, de patear en contra, papá. ¿Cómo ser una mujer si cuando fui a una nena y dormía; si cuando tenía meses y dormía, me tenías que llevar con vos a pagar la cuota de la tele, a hacer las compras, a hablar de fútbol con los vecinos en la puerta de casa? ¿Qué pasó, viejo? ¿Mamá no me quería? Sí, claro. Yo pienso que sí, papá. Solo que no supo. No supo cómo. Y era mejor la intemperie. Era mejor recorrer con vos La Boca o ir a la Plaza de Mayo a darle de comer a las palomas. Era mejor acompañarte a hacer los mandados, ir con vos a la cancha los domingos a ver a Lamadrid, esperarte asomada de la ventana, a las 16 en punto, porque ahí llegabas, con tu bicicleta marrón, y eso era un alivio. Y te escribo porque uno pone el pasado como puede donde tiene que quedar, en los viejos almanaques, donde no había tantos feriados quizás, pero tampoco uno puede negarse. No puede uno estar perdido y no saber al menos que algo del pasado es una pérdida hoy. No sé si me encontraré. No sé si encontraré la estrategia de mantener más tibio mi chacra, menos caudaloso mi charco, pero te extraño. Y no puedo evitarlo: cuando estoy triste, cuando hace frío y la estufa no calienta, y los cigarrillos se consumen solos, me acuerdo del día en que dividiste la cama marinera, me diste mi parte, y me acompañaste con el camión de la mudanza al departamento donde fui a vivir sola. Y te fuiste, te alejaste, y yo lloré, muchos años lloré, y no te dije nada. No te dije nada hasta ahora que quiero agradecerte con lo que más amo hacer, escribir (porque escribiendo me pierdo menos, me encuentro más en lo que digo y te digo); agradecerte, decía, escribiendo, por todo lo que me diste, por todo lo que me das, por generar, en mí, a la distancia, este tibio calor en el departamento helado, este tibio calor que se eleva, que sube, y empaña los vidrios de las ventanas donde voy a escribir, seguramente, que te amo porque sí. Por lo que sé. Y por lo que no me acuerdo.
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