Capturar y disparar
"Durante una
hora, por culpa de su propio yerro, anduvo irritado con su mujer, sentimiento
que habitualmente le servía para sofocar recriminaciones de la conciencia",
José Saramago, en
El Evangelio según Jesucristo.
Por
cultura, pertenencia a un sistema patriarcal, ideología, experiencias o simple
elección canalizadora, algunos varones se adscriben a la maratón del más
poderoso y timbran un daño, de repercusión explícita y contundente, o un perjuicio
que no por tácito es de menor raigambre. Y en esas “corridas” son los nudillos
que toman carrera, o es la profanación de la voluntad a través del arrebato del
cuerpo, o es el habla y sus giros, apuntados, estos últimos, como “normales”,
pero que, con su solidez, quebrantan. O es también el fuego que arde adentro y
quema afuera. O es señalar a la mujer (por mujer) como inferior, cadete del
hombre en el mundo de los negocios. Y es más: un cúmulo de hechos, acaso
infinito, en los que el artífice desecha la posibilidad de su desnudez y la
admisión del vacío existencial, que permanece incólume, hueco sobre hueco,
después de generar la herida. No es precisa la marca, no. Basta la tristeza
posterior, la angustia amontonada, el golpe a la mente. La desestabilización de
las auras. En este recorrido al que nos invita Celeste, colmado de discrecionales
silencios y blancos —de cuyas huellas, su arte, se desprende el compromiso con
el amplio mensaje que pretende dar al observador (el ejercicio de su libertad y
percepción personalísima lo hará tomar sus atajos y forjar con la mirada la
propia historia) —se intuirá que así también en la realidad social de esa mujer
violentada, cualquiera sea la forma en que se ha constituido como víctima,
todavía se juega a las escondidas. Todavía no se ve — y aquí la ignorancia, la
negación y el miedo se trenzan en una venda que enceguece—, no se yergue como
violencia lo que, subestimado, se traduce como hábito y se lo estandariza:
recibir la diatriba sin huella no es condenable. De las fotos de Celeste, lo
inefable, eso que, con la mirada tibia, rellenará el espectador, entregando sus
ojos y todo lo que detrás de ellos coadyuva a la construcción de la escena.
Las
fotos de Celeste son obras abiertas que invariablemente aseveran algo, pero que
demandan la colaboración interpretativa de su audiencia para completarse y
reproducirse. Son como un espejo social y, aun lo que no se refleja, invita a confirmar
ese hollín acumulado que queda en la mujer y su entorno. Y en el espejo desde
la foto, como si fuera una laguna mansa sobre la que se arroja una enorme piedra,
las ondas se expanden y el círculo sobre el círculo, como una metástasis,
delata el dolor agudo que roza la orilla y se planta en el fondo, en el sótano
del sótano de la mujer lastimada. Para Celeste (se oye el rumiar de sus
intenciones, se aglutina la saliva en el paladar inferior al descubrir sus
“cuadros”) fue difícil abrazar con su arte todas las consecuencias, pero su ojo
capturó lo necesario: la duda, la indignación, el resentimiento, el miedo, la
dificultad de aceptar para desterrar luego los seudópodos de toda esa
violencia, maquillada hasta que pueda repararse. Celeste dispara para sacar la
foto y dispara contra el hecho aberrante que le queda inmóvil en su arte, pero
que se mueve y se seguirá moviendo para que la foto no se reitere. Y nos
represente la dimensión de la cura que, una y otra vez, les exigirá la vida, no
ya a los actores de sus fotos, sino a los receptores reales, mujeres reales,
sorprendidas por un varón vacío que se envuelve, momentáneamente, proyectándose
ofensivamente hacia el exterior debilitado. En este recorrido, Celeste capta y
captura los vestigios de un después y la reacción salvaje propia de la
desesperación más radical. Acaso los arrebatos propios de quien viviendo bajo
el sol fue atropellado por una tormenta eléctrica que emanó de sus pies. Y son
nubes, nubarrones, chaparrones, el paraguas siempre abierto, el piloto adherido
al cuerpo, el trauma. Quizá una foto, como representación y símbolo de una
emoción, nos persuada para que le pongamos letra a ese grito de la mujer momificado
en una toma. Celeste captura la consecuencia y dispara contra la causa. Captura
y libera a la víctima en un solo acto para distraer al agresor y, con la
sociedad, disparar contra sus reprensiones. Es palpable entonces que las fotos
de Celeste Benatti no se circunscriben a la invitación visual de su arte:
tienen voz y aroma, corazón y textura. Representan el complejo despertar de una
aguda tristeza que se instala en la memoria de una mujer victimizada,
violentada por la violencia anterior desconsentida, desvestida impunemente bajo
los designios de un varón que se fortalece a partir del afuera, de la
profanación de la voluntad de un ser humano hasta entonces libre. Hasta
entonces virgen de vasallaje. Se ha dicho que la palabra estigmatizada es muy
fuerte, pero qué adjetivo puede darle la mano al sustantivo “mujer” cuando se
quiere referir el abuso de su persona, la carencia posterior y la huella
profunda en su psiquis permeable. En la cotidianeidad, de menor a mayor, se
suceden hechos sucesivos de violencia de género y no hablamos ya solo de
mujeres víctimas —un texto aparte, y de un especialista, merece el análisis de
qué actitud toma la mujer para encontrarse y sostenerse “violentada”—, aunque,
arraigadas en tabúes e ideologías, son firmes las idiosincrasias que desoyen que
no hay motivo alguno para que la mujer no sea igual al varón en igualdad de
circunstancias, pero diferente al varón por su condición de mujer. Siendo que
la sucesión de fotografías de Celeste simbolizan escenarios en los que las
mujeres son víctimas, es necesario dejar a salvo con la artista que no se
desconocen por esta elección las innumerables situaciones en las que el varón
es el blanco de ultrajes físicos y psicológicos proferidos por mujeres y que
son frecuentemente callados, quizás por
razones que se derivan del cliché de que “los hombres no lloran”, por vergüenza
de la agresión de que son víctimas o porque su “supuesta falta de hombría” se
vería así expuesta.
Las miradas, como blancas, el secuestro
de la mente, el espíritu enmohecido y el vértigo; en las fotos de Celeste hay
una puesta en abismo: la mujer fotografiada enmarca una historia que osará reproducir
el observador con pancartas y banderas, en una marcha silenciosa, en un piquete
contra la repetición y la “normalidad” del hecho. Y la mujer (y el varón)
sabrán que la soga que los ata está corrompida, y bastará (será un buen
comienzo) la aceptación y el rechazo de la inconducta del otro para que los
nudos se desarmen y la esclavitud interior se disgregue, de a una letra por
vez, con el supremo poder de la palabra.
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