domingo, 18 de noviembre de 2012

POR SULA STAGNARO



[…]
         Es mi pequeña niña, que vuelve en húmedos pies y manzana robada; la esconde ante la mirada del abuelo. Ese viejo hermoso de pelo blanco que no doma, para que el viento mesa en paz mientras trabaja en sus árboles frutales. Se trepa mi niña, se trepa por las piernas y se sostiene de la cintura, quiere ver más allá que su altura.

         La dejo que se enrosque en mí, para que pueda sentir el pasto tierno y húmedo, bajo cielo serrano. Recordamos juntas, los despertares en la casa de los abuelos; era un panal de cinco habitaciones, de donde salíamos como enjambre de mariposas a buscar la dulzura de la abuela; ella en su cocina de hierro negro te atraía con dulce de leche y besos;  a cada uno el beso le era dado como bendición mañanera, vaso de leche y pan casero con dulce de leche untaba. Éramos diez los niños que recibíamos el despertar de manera diferente, para cada uno, elegía un nombre: la urraca, la negrita, la de los ojos igual que el abuelo, “el ciruja”, como decía mi primo, en vez de cirujano, Chavo, Cristi, la lady, Guagua, la pícara, y uno a uno íbamos pasando de la cocina al comedor con nuestra tostada tibia sobre la pequeña mano. El comedor, el jolgorio de risas por doquier, estás se escapan por los grandes ventanales, de cortinas abiertas para ver la sierra.
  
     La mesa oval, gigante para mi niña, era y es, el mejor recuerdo. Al terminar el desayuno, la abuela nos recordaba, ponernos las botas. ¡Y ahí salíamos los enanos!, obedientes a calzarlas; ellas eran el permiso para chapotear por el arroyo “El ojo de Agua”. Juntamos berro para el almuerzo, jugamos a pescar con caña y anzuelo hecho con una alfiler, ¿pero que pescamos? Nada, o ¿si? Pesque para siempre recuerdos de mi niñez en las sierras, donde los cielos eran diáfanos y su sol era nuestro reloj.
    
     Mi niñez atrapo todos los aromas y colores de la creación; recuerdo las flores rededor de la casa, altas plantas de Dalias, erectas y orgullosas de su esplendor matutino, las había besado el rocío. No muy lejos los multicolores “Conejitos” paraditos en sus tallos rectos, las margaritas, bordeaban el bosque frutal, que a las horas de la siestas, robábamos ciruelas calientes que chorreaban nuestros brazos de roja sangre y las  hortensias, majestuosa mata debajo de la ventana de la abuela.
      La abuela, la recuerdo también al atardecer después de su baño, entraba a su dormitorio amplio de cortinas verdes, y su amplio, “gigante” diría mi niña del espejo de la abuela. Se sentaba en la banqueta y peinaba su cabello largo hasta la cintura; así le gusta al abuelo, era su comentario ante mi asombro de su largo. Yo no hablaba, observa la escena sentada en el borde del colchón y pies casi al aire. Era una madonna que yo contemplaba, la luna hacía lo suyo espiando por la ventana. Amaba verla, su caminar era discreto y siempre atento, su mirada era tan basta que pudo acariciar 6 hijos y veinte nietos, sin perder su primer objetivo” el abuelo” su amado de ojo color cielo.

       Ellos creaban nuestras noches de mantos estrellados; cenar temprano y correr a ver quien agarraba la falda de la abuela; ella contaba cuentos o nos recitaba poesías, mientras esperábamos ver salir la luna, detrás del cerro. A la noche el rocío dejaba que nos envolvieran los olores de manzanos, ciruelos y durazneros. El abuelo quedaba tan prendado como nosotros, su voz nos arrullaba. Todo era bello, era la paz de la casa de los abuelos.

     Con solo nombrarme “pasto”, la mirilla de mi alma se abre de par en par, el aroma de pasto cortado; me trasporta sin poder hacer nada. Me dejo ir. Mis  sentimientos son puros e infinitos, llenos de gratitud a mis abuelos, ellos llenaron la vasija de mi alma.
     Mimaron a mi niña

     
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