[…]
Es mi
pequeña niña, que vuelve en húmedos pies y manzana robada; la esconde ante la
mirada del abuelo. Ese viejo hermoso de pelo blanco que no doma, para que el
viento mesa en paz mientras trabaja en sus árboles frutales. Se trepa mi niña,
se trepa por las piernas y se sostiene de la cintura, quiere ver más allá que
su altura.
La dejo
que se enrosque en mí, para que pueda sentir el pasto tierno y húmedo, bajo
cielo serrano. Recordamos juntas, los despertares en la casa de los abuelos;
era un panal de cinco habitaciones, de donde salíamos como enjambre de
mariposas a buscar la dulzura de la abuela; ella en su cocina de hierro negro
te atraía con dulce de leche y besos; a
cada uno el beso le era dado como bendición mañanera, vaso de leche y pan
casero con dulce de leche untaba. Éramos diez los niños que recibíamos el
despertar de manera diferente, para cada uno, elegía un nombre: la urraca, la
negrita, la de los ojos igual que el abuelo, “el ciruja”, como decía mi primo,
en vez de cirujano, Chavo, Cristi, la lady, Guagua, la pícara, y uno a uno íbamos
pasando de la cocina al comedor con nuestra tostada tibia sobre la pequeña
mano. El comedor, el jolgorio de risas por doquier, estás se escapan por los
grandes ventanales, de cortinas abiertas para ver la sierra.
La
mesa oval, gigante para mi niña, era y es, el mejor recuerdo. Al terminar el
desayuno, la abuela nos recordaba, ponernos las botas. ¡Y ahí salíamos los
enanos!, obedientes a calzarlas; ellas eran el permiso para chapotear por el
arroyo “El ojo de Agua”. Juntamos berro para el almuerzo, jugamos a pescar con
caña y anzuelo hecho con una alfiler, ¿pero que pescamos? Nada, o ¿si? Pesque
para siempre recuerdos de mi niñez en las sierras, donde los cielos eran
diáfanos y su sol era nuestro reloj.
Mi niñez atrapo todos los aromas y colores
de la creación; recuerdo las flores rededor de la casa, altas plantas de
Dalias, erectas y orgullosas de su esplendor matutino, las había besado el
rocío. No muy lejos los multicolores “Conejitos” paraditos en sus tallos rectos,
las margaritas, bordeaban el bosque frutal, que a las horas de la siestas, robábamos
ciruelas calientes que chorreaban nuestros brazos de roja sangre y las hortensias, majestuosa mata debajo de la
ventana de la abuela.
La abuela, la recuerdo también al atardecer
después de su baño, entraba a su dormitorio amplio de cortinas verdes, y su
amplio, “gigante” diría mi niña del espejo de la abuela. Se sentaba en la
banqueta y peinaba su cabello largo hasta la cintura; así le gusta al abuelo,
era su comentario ante mi asombro de su largo. Yo no hablaba, observa la escena
sentada en el borde del colchón y pies casi al aire. Era una madonna que yo
contemplaba, la luna hacía lo suyo espiando por la ventana. Amaba verla, su
caminar era discreto y siempre atento, su mirada era tan basta que pudo
acariciar 6 hijos y veinte nietos, sin perder su primer objetivo” el abuelo” su
amado de ojo color cielo.
Ellos
creaban nuestras noches de mantos estrellados; cenar temprano y correr a ver
quien agarraba la falda de la abuela; ella contaba cuentos o nos recitaba
poesías, mientras esperábamos ver salir la luna, detrás del cerro. A la noche
el rocío dejaba que nos envolvieran los olores de manzanos, ciruelos y
durazneros. El abuelo quedaba tan prendado como nosotros, su voz nos arrullaba.
Todo era bello, era la paz de la casa de los abuelos.
Con solo
nombrarme “pasto”, la mirilla de mi alma se abre de par en par, el aroma de
pasto cortado; me trasporta sin poder hacer nada. Me dejo ir. Mis sentimientos son puros e infinitos, llenos de
gratitud a mis abuelos, ellos llenaron la vasija de mi alma.
Mimaron a mi niña
www.sula-stagnaro.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario