Espirales
imperceptibles Gisela Vanesa Mancuso
Mención en X Premio de Narrativa Breve Tirant Lo Blanc
(México), Orfeó Catalá de Méxic A.C., noviembre de 2009.
La mesa de fórmica blanca. Redonda.
La mesa blanca con arabescos grises apenas
perceptibles si acaso se los descubría en la cripta de la mesa. Si se los
reconocía, entrecerrando los ojos y frunciendo el entrecejo, como los descubro
yo ahora, que estoy miope, apenas abro tu puerta. ¿O es que, en verdad, no lo
veo, y opera la reminiscencia del dibujo ya impregnado en mi mente?
Arabescos, abismos, espirales en tercera dimensión.
¿Dónde estarás prontito vos, vieja mía? ¿Dónde te hallaré forzando a la memoria
entre recuerdos de recetas copiadas de otras viejas? Donde tendré que buscarte,
¿pronto?; donde nos encontraremos cuándo sin astigmatismos ni lentes de
contacto, en el extremo último, encendido, ¿de un mismo espiral? Creo que yo ya
estoy dando otros giros y, aunque en tantas cosas pretendí imitarte, desde que
perdí el contacto fluido con tus tareas domésticas, aprendí a armar mis propios
postres. Mis moldes son otros, vieja, aunque todavía le estoy pasando lana de
acero a algunas ollas quemadas, internalizaciones de tu figura que, a veces,
viejita, ocultan mi esencia.
Me da pena, se me duerme el corazón y no lo siento;
es como si no bombeara; como si, de pronto, estuviera acalambrado y entonces yo
me pongo fría y omnipotente porque me convenzo, reculando en tu historia con
los lentes de mi filosofía, que tuviste una vida tan, pero tan de mierda, y que
tus recetas no fueron más que la manera de reproducirla. El mondongo al viejo
de mierda, al abuelo; las milanesas con fritas, al viejo de mierda, a tu
marido; el bizcochuelo y el cafecito con leche. ¡Ay, abuela, si me hubieras
escuchado; si, hubieras tenido el coraje de mandarlos a todos a hacer sus
vidas!
En fin, arabescos, espirales. Cada uno sigue derecho
y pega la vuelta en la esquina que elige.
La mesa blanca, nunca visiblemente blanca porque
extendías el matambre sobre su centro y, a un costado, en la tabla de madera,
picabas ajo y perejil mientras hervías los huevos y las zanahorias. Y al otro
costado, el rallador, y un cuarto de horma de queso sardo que yo misma te había
comprado en la fábrica de mozzarella
de la vuelta de casa. La fábrica que embriagaba la manzana de olor a podrido,
vieja y que, entre esa, y la que producía lana, nos tenían a todos con ataques
de asma y de alergias. Y era yo, abuela, aunque vivías abajo, la que veía a mi
vieja ahogarse, la que escuchaba ese ronquido permanente de sus bronquios y su
respiración entrecortada. Era yo la que, sin preguntar nada, corría por la casa
buscando aspirinas y remedios, en la creencia de que mi vieja se moría. ¡Qué
bolitas y pelusas de los árboles Paraíso, vieja! ¡Estábamos rodeadas de humos!
De olores a tela quemada y a queso en putrefacción.
¿Y tanto sardo, vieja, con los australes que le
había tenido que dar al gallego sin que me devolviera una sola monedita? Me
habías dado justito, turra, ni un centavo para un chupetín.
Y de aquél lado, del lado del queso todavía sin
rallar, sentada con los pies sobre la silla, estaba yo, ahora expectante de que
vos me dieras el bendito pedazo antes de que me obligaras a recordarte que ese
era el precio mínimo de mi servicio de cadete. Y era poco, abuela porque, y
sólo por respeto a los vendedores de queso, no había podido permanecer con la
nariz tapada una vez que había llegado al mostrador de la fábrica, lleno de
hormas de gruyere y roquefort, mozzarellas y quesos mar del plata. ¡Y la
baranda a podrido que salía del fondo, detrás de las cintas de plástico que
oficiaban de cortina, y que ocultaban a los productores de queso! Ni te cuento,
vieja, las ganas de vomitar que me dieron. Ni te cuento que, ahora que miro las
películas de los nazis y, aunque la pantalla de la televisión no me transmite
ningún olor, te cuento, te digo que se me ocurre, arropada en la frazada,
tapándome la cara en algunas escenas,
asociar ese olor a podrido al que aspiraban los que, por el momento, en
los campos, se salvaban, y que provenía de esas chimeneas, de esos hornos de
cocción, abuela. Vivíamos en un barrio lleno de olores, y yo fui tu chica de
los mandados, ¿no? Y qué me dabas, abuela. ¿Un pedazo de queso? Me dabas, digo,
para sacar todo lo bueno que hubo en vos, el derecho de que yo, sentada al lado
tuyo, del lado donde el trozo de queso aún era una unidad, mirara cómo echabas
todos los ingredientes sobre la carne estirada, sobre el matambre finito, y
cómo luego lo enrollabas como si fuera un pionono; de a poco, apretando en cada
doblez, y metiendo para adentro los jirones de queso y el huevo picado que se
te escapaban por los extremos. Y enrollabas con fuerza, y yo te pedía un mate
“cuando termines el matambre, abuela”, y vos me decías que los chicos no toman
mate hasta tanto hayan tomado los grandes y que vos ni siquiera habías tomado
uno, que todavía no podías. Y yo que qué me importa, si total me gustan lavados
y no estrenaste siquiera la yerba; que para qué lo preparás, abuela, si no
tomas ni uno hasta que no venga alguien. ¿Y yo qué era, abuela? ¿Quién era
sino, al menos, alguien? ¿Me veías, acaso, o yo era una especie de arabesco
imperceptible, que te hacía sombra mientras cocinabas? ¿Por qué, abuela, no me
abrazaste nunca? ¿Por qué, mientras hacías el matambre, no me preguntabas cómo
me había ido en el colegio, si había aprendido las letras? Porque no sabías,
abuela; no sabías, abuela, que yo no estaba dibujada. No sabías porque en tus
tiempos, en tu cultura, que una nieta quisiera estar con la abuela todo el día
era simplemente eso. Pero qué iba a decirte entonces si yo lloraba por dentro,
abu, y lo camuflaba en mis historias. Como vos, quizás, en tu cocina,
sublimabas tus carencias. ¡Y con qué energía, vieja! Tu matambre estirado era
como el lienzo de un pintor, como la hoja en blanco de una escritora, salvando
las distancias, que se acortan, claro, porque todo lo que vos hiciste
desapareció, pero yo lo reavivo para que también se conozca tu manera de
modificar el mundo.
Ya casi terminada tu obra, una vez que el matambre
era un rollo inflado, regordete, agarrabas la bovina de hilo, y rodeabas y amasijabas el matambre de un extremo al
otro y allí, al final, hacías un nudo, y lo hundías adentro de la gran olla,
honda, donde el agua bullía y las ramas de apio se elevaban y se perdían en la
profundidad.
La mesa de fórmica blanca quedaba salpicada con los
ripios de tu preparación: un salpullido de partículas de yemas de huevo,
perejil y ajo picados, y daditos de zanahoria. Entonces, le pasabas el trapo
rejilla, te lavabas las manos engrasadas con detergente, y te secabas en tu
batón marrón con florcitas amarillas. ¡Mirá que la grasa hubiera delatado tus
años! Y, sin embargo, en esos tiempos, cuando me sentaba a tu costado y los pies
todavía no me llegaban al piso, tus manos eran lisas. Y así, ya limpita, decías
ahora sí, tres horitas de cocción, y no sabés el caldo que queda, y cebabas el
primer mate. Mientras succionabas de la bombilla, yo te miraba como contemplaba
las casas de muñecas de mis amigas del colegio: con los ojos abiertos, la boca
entreabierta, y el deseo de tenerlas. De succionar yo el mate. De tener yo mi
propia casita. Te observaba, por entonces que la mesa era blanca y no estaba
agrietada, a vos, que eras mi abuela del alma, la viejita que todavía
conservaba la cara lisa. Mientras salivaba por el aroma que expedía tu olla, ni
pensaba en mi finitud, ni en el abismo en que estábamos las dos
indefectiblemente arrojadas sin saber quién llegaría antes al final de no sé qué.
¿Del espiral, abuela? ¿Del arabesco, apenas perceptible, de cada una? Al final,
quizás, de la mesa redonda, blanca; a la discusión, tal vez, sobre quién se
quedaría con esa base que, en mis recuerdos de infancia, sólo la rememoro
blanca cuando echabas un kilo de harina y hacías un hueco en el medio, y ponías
¿huevos?, ¿papas?, para preparar ñoquis. En ese tiempo, abuela, que te miraba
sin pestañear y me decía que quería ser, en algunas cosas, como vos, no tenías
arrugas. No tenías, viejita, un ojo a medio abrir a causa de las cataratas y la
culebrilla; no tenías, no, diabetes; ni salpullido en las piernas. Y caminabas
de un lado a otro sin descanso. Y fregabas la ropa en la tabla. Y me llevabas a
hacer los mandados con el changuito, y yo ni veía siquiera la posibilidad
remota de tu muerte. No veía siquiera la posibilidad de que la mesa redonda de
fórmica fuera alguna vez definitivamente blanca. Y te cansabas de tomar mate
sola y creo que yo te daba tanta lástima, que le ponías al mate dos cucharadas
colmadas de azúcar, y me convidabas. Y yo chupeteaba el extremo de la bombilla,
y quedaba mi saliva allí, burbujeando, y vos te enojabas, y me decías “¿Ves? Si
le tuviera que dar un mate a otra persona sería una vergüenza”. Y la limpiabas,
primero con el índice y el pulgar en pinza, y después con el repasador, y te
tomabas otro, ahora con cierta desconfianza, con cierta cara de asco, como si
fuera el primer mate, amargo y frío. No sabés lo que se siente vieja, con
semejante desplante. ¿Decepción? Ganas de levantarme y de irme, pero ¿a dónde,
abu?
Y sí, después me iba un rato, a jugar en tu patio, y
vos, desde la cocina, desde el fondo, me gritabas que cuidado con las azaleas,
que están florecidas; cuidado con el malvón y los helechos. Creo que deseabas
tanto que tu nieto fuera varón (para prolongar el apellido del hombre que te
exigía platos candentes cada mediodía) que, incluso, tus advertencias no eran
adecuadas, porque yo, abuela, no jugaba a la pelota en tu patio. Y no había
ningún riesgo para tus plantas. Simplemente jugaba a ser amante.
O jugaba a que era la novia oficial de un señor más
bueno que tu marido (y más joven, por supuesto), y me pintaba los labios con un
rush colorado que le había robado a
mi mamá, para darle besos en la boca a mi novio imaginario. Y eran besos con
lengua, abuela. Le metía la lengua bien adentro, y escarbaba, y le rozaba los
dientes, y jugaba con la otra lengua, que era más gorda que la mía. La de mi
novio, abuela; claro, la de mi novio. Y como tenía tanto amor para dar y,
aunque sabía que podías abandonar la inspección de tu matambre, le daba besos a
las paredes de tu patio. Sí, abuela, en las paredes de tu patio estaba la
lengua de mi amante. Le daba chupones, abuela; unos chupones que ni te cuento.
Y le hablaba, le decía cosas lindas, o me peleaba, pero, finalmente, terminaba
diciéndole “te amo” a tu pared.
La acariciaba, abuela, la llenaba de mimos, aunque
fuera rústica. Es sólo por eso, y no porque las construcciones de antes eran
mejores, que tus paredes no se agrietaron con el paso de los años hasta que
dejé de besarlas, por supuesto. No podía, sabrás, besarlas toda la vida,
abuela; se me fueron presentando oportunidades más reales, labios carnosos,
tibios; lenguas de verdad, abuela. ¡No podía hacerme cargo de tu pared toda la
vida!
Después venían, eso sí, las consecuencias; pero
mientras estaba besando a la pared como yo lo hacía, apoyando los labios que,
al principio, pero sólo al principio porque después me despachaba, sentían
rechazo por la aspereza de la pintura chatarra, me olvidaba de todo, abuela. Y
cuando digo de todo, digo de todo. Sólo conocía las causas. Y yo estaba
necesitada de amor y lo daba. Yo quería que me dieras un mate sin tantas
vueltas, o que mi mamá me peinara sin hacerme doler, o que el vecinito de once me
diera un beso como Dios manda, en lugar de seducirme cuando me veía haciendo
las compras con papá. No aprovechaba, el boludo, cuando jugábamos a las
escondidas, solos, sobre Quevedo, para decir piedra libre y, cuando yo saliera
perdidosa y débil del escondite (casi
siempre desde atrás de un árbol) estamparme contra la pared de su casa. Porque,
aunque en las paredes de tu patio no había nada estampado, yo sabía que un
cuerpo podía apoyarse ahí, en esa o en otra, pegando su espalda, para que entre
la pared y mi boca se interpusiera otra boca, pero de verdad, abu. La boca del
vecino que, a casa no entraba, pero era un boludo, abuela, porque en la calle,
sobre Quevedo había un montón de paredes y el sólo las usaba para contar hasta
quince, tapándose con el brazo, aunque espiándome, mientras yo corría buscando
un árbol gordo, o un auto estacionado, o una puerta con umbrales largos.
Me hubiera gustado confesarte, pero en aquél
momento, que yo tomaba revancha sobre la pared amarilla de tu patio y que,
mientras yo amaba, aleteaban sobre tus azaleas y malvones, abejas gordas que
succionaban las flores, mariposas naranjas que festejaban mis besos.
Yo besaba la pared con amor, abuela, y no pensaba si
el rush era rojo, si el rush la manchaba; porque yo estaba
amando y ninguna consecuencia desagradable podía sobrevenir al amor, ¿no? Pero
cuando reaccionaba; cuando de pronto, otra vez tu grito, y me llamabas, y me
decías vení, ¿querés una taza de caldo? ¡El caldo de matambre te va a
encantar!, vos me quitabas la concentración, y mi mundo y mi novio
desaparecían. Sólo quedaban las huellas
de los besos incrustadas en la pared; besos sin formato, abuela (ya te dije, no
eran simples picos; no eran, abuela, sellos de mi boca en trompa). Tomaba
entonces conciencia de que me podías retar, de que podías ver que justo al lado
de la azalea rosa, en la pared aledaña a la puerta de entrada de tu casa, había
una mancha, varias manchas rojas, besos colorados diseminados en un trozo de
pared amarilla (a la altura de un metro y diez centímetros, la medida justa
desde mis pies hasta mi boca). Y te decía ¡ya voy!, y corría de un lado a otro,
con el corazón acelerado, pensando cómo borrar las marcas de esa pasión
desenfrenada. Abría un poco la puerta, espiaba y, cuando te ponías de espaldas,
frente a la olla popular, entraba, doblaba a la izquierda, y te decía que iba a
hacer pis, e iba derechito a tu baño. Allí me paraba sobre el bidet y me miraba
en el espejo del botiquín: los restos de lápiz labial se habían esparcido más
allá de mis labios. Mi boquita era una gran boca que venía de una batalla de
cariño. Me lavaba con agua y jabón, agarraba un trozo gigante de papel
higiénico, lo humedecía, lo pasaba también por el jabón, y volvía al patio a
limpiar la pared llena de besos. A borrar con papel higiénico lo que para vos
hubiera sido una cagada.
Quedaban rastros, sí; no lograba borrar todo, es
verdad. Pero cuando lo vieras no sabrías a qué atribuirlo, y si me preguntabas,
yo te iba a decir que no sabía nada porque yo no le contaba a nadie con quien
andaba en mi imaginación. Me iba a dar mucha vergüenza, abuela, que supieras
que yo le daba a la pared los besos que vos no le dabas al abuelo, los besos
que el tío no le daba a la tía. Los besos que, al menos delante de mí, papá
jamás le dio a mi mamá. Le dio otras cosas, le dejó otras secuelas. Mamá
también fue, para papá una especie de pared, pero te hacías la que no sabías, pero yo ahora lo sé y lo asumo porque crecí y
no me hago la boluda. Vos escuchabas, inevitablemente, y sabías todo, abuela, porque
vivíamos en el piso de arriba, y porque en momentos de riñas fuertes, yo te
golpeaba la puerta, y te decía, llorando, “abuela, quiero con vos”. Lo sé yo,
¡y si lo sabré, abuela!; vos, que pensás que los psicólogos son para los locos,
y no para los cuerdos que comprenden que lo que sucede alrededor y los afecta,
no es normal, no es saludable, no es si quiera una imitación de la vida.
Y ahí sí, volvía a entrar a tu casa, me servías una
taza de caldo, y yo lo soplaba y se formaban olitas, y entonces absorbía haciendo ruidito, y te decía qué
rico que era, qué rico, qué salado. Pero matambre, no quiero. Y vos que no, que
el matambre era para el tío, para la noche, y que de todas formas había que
esperar a que se enfriara para cortarlo porque si lo cortabas en caliente se
deshacía todo.
Igual siempre con algo convidabas. Le dabas a mamá
una cacerola amarilla llena de caldo con el que, a la noche, me hacía sopa de
municiones o cabello de ángel. Le dabas el mismo jarro, abuela, que hoy ocupa
un pedacito de la mesa redonda, ahora casi enteramente blanca, y donde ponés
los dos litros de agua mineral que te prescribió el médico, y vas tomando de a
sorbitos, con esfuerzo, porque te cuesta tragarla, mientras mirás los programas
de chimentos.
Y ahora, que son recién las nueve de la noche, te
llamo desde otra casa, para decirte feliz cumpleaños, me atendés con vos de
dormida, y me cambiás el nombre. Me decís Matilda, y yo no te rectifico. Te
veo, desde acá, como huelo los olores de las películas, y te imagino, con la
cara arrugada, los ojos entrecerrados, cabeceando en tu reposera, todavía con
medio litro de agua en el cacharro. Y me decís que gracias, que pensar que voy
a tener que hacer esto toda la vida, que no hay remedio; sino, se joden más los
riñones. Y yo te digo que de nada, y ahora sí, también ocultándome detrás del
teléfono, lloro por la proximidad de la caída y pienso que ese abismo en el que
estamos arrojadas ya no debe causarte vértigo porque, no lo querés saber, con
tus noventa no lo sabés, y hablas del futuro y de toda la vida, pero te
percibo, vieja, cada vez más cerca de dejar blanca, definitivamente, la mesa de
fórmica, redonda, donde estirabas el matambre mientras yo te pedía un mate, un
rato antes de que me encontrara con la pared de tu patio. Percibo, vieja, que
estás dando la última vuelta del espiral, del arabesco, imperceptible, pero que
avanza, abu, que avanza sin que lo podamos detener.
“Andá a descansar, abu, que
estás dormida”. “Sí, Matilda, gracias por llamar”.
Gisela Mancuso
www.mesetasenlaalmohada.blogspot.com
abrazomariposa@yahoo.com.ar
Escritora - Asistente de redacción - Abogada
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