lunes, 5 de noviembre de 2012

Espirales imperceptibles Gisela Vanesa Mancuso 2007


Espirales imperceptibles                                                  Gisela Vanesa Mancuso

Mención en X Premio de Narrativa Breve Tirant Lo Blanc (México), Orfeó Catalá de Méxic A.C., noviembre de 2009.

La mesa de fórmica blanca. Redonda.
La mesa blanca con arabescos grises apenas perceptibles si acaso se los descubría en la cripta de la mesa. Si se los reconocía, entrecerrando los ojos y frunciendo el entrecejo, como los descubro yo ahora, que estoy miope, apenas abro tu puerta. ¿O es que, en verdad, no lo veo, y opera la reminiscencia del dibujo ya impregnado en mi mente?
Arabescos, abismos, espirales en tercera dimensión. ¿Dónde estarás prontito vos, vieja mía? ¿Dónde te hallaré forzando a la memoria entre recuerdos de recetas copiadas de otras viejas? Donde tendré que buscarte, ¿pronto?; donde nos encontraremos cuándo sin astigmatismos ni lentes de contacto, en el extremo último, encendido, ¿de un mismo espiral? Creo que yo ya estoy dando otros giros y, aunque en tantas cosas pretendí imitarte, desde que perdí el contacto fluido con tus tareas domésticas, aprendí a armar mis propios postres. Mis moldes son otros, vieja, aunque todavía le estoy pasando lana de acero a algunas ollas quemadas, internalizaciones de tu figura que, a veces, viejita, ocultan mi esencia.
Me da pena, se me duerme el corazón y no lo siento; es como si no bombeara; como si, de pronto, estuviera acalambrado y entonces yo me pongo fría y omnipotente porque me convenzo, reculando en tu historia con los lentes de mi filosofía, que tuviste una vida tan, pero tan de mierda, y que tus recetas no fueron más que la manera de reproducirla. El mondongo al viejo de mierda, al abuelo; las milanesas con fritas, al viejo de mierda, a tu marido; el bizcochuelo y el cafecito con leche. ¡Ay, abuela, si me hubieras escuchado; si, hubieras tenido el coraje de mandarlos a todos a hacer sus vidas!
En fin, arabescos, espirales. Cada uno sigue derecho y pega la vuelta en la esquina que elige.

La mesa blanca, nunca visiblemente blanca porque extendías el matambre sobre su centro y, a un costado, en la tabla de madera, picabas ajo y perejil mientras hervías los huevos y las zanahorias. Y al otro costado, el rallador, y un cuarto de horma de queso sardo que yo misma te había comprado en la fábrica de mozzarella de la vuelta de casa. La fábrica que embriagaba la manzana de olor a podrido, vieja y que, entre esa, y la que producía lana, nos tenían a todos con ataques de asma y de alergias. Y era yo, abuela, aunque vivías abajo, la que veía a mi vieja ahogarse, la que escuchaba ese ronquido permanente de sus bronquios y su respiración entrecortada. Era yo la que, sin preguntar nada, corría por la casa buscando aspirinas y remedios, en la creencia de que mi vieja se moría. ¡Qué bolitas y pelusas de los árboles Paraíso, vieja! ¡Estábamos rodeadas de humos! De olores a tela quemada y a queso en putrefacción.
¿Y tanto sardo, vieja, con los australes que le había tenido que dar al gallego sin que me devolviera una sola monedita? Me habías dado justito, turra, ni un centavo para un chupetín.
Y de aquél lado, del lado del queso todavía sin rallar, sentada con los pies sobre la silla, estaba yo, ahora expectante de que vos me dieras el bendito pedazo antes de que me obligaras a recordarte que ese era el precio mínimo de mi servicio de cadete. Y era poco, abuela porque, y sólo por respeto a los vendedores de queso, no había podido permanecer con la nariz tapada una vez que había llegado al mostrador de la fábrica, lleno de hormas de gruyere y roquefort, mozzarellas y quesos mar del plata. ¡Y la baranda a podrido que salía del fondo, detrás de las cintas de plástico que oficiaban de cortina, y que ocultaban a los productores de queso! Ni te cuento, vieja, las ganas de vomitar que me dieron. Ni te cuento que, ahora que miro las películas de los nazis y, aunque la pantalla de la televisión no me transmite ningún olor, te cuento, te digo que se me ocurre, arropada en la frazada, tapándome la cara en algunas escenas,  asociar ese olor a podrido al que aspiraban los que, por el momento, en los campos, se salvaban, y que provenía de esas chimeneas, de esos hornos de cocción, abuela. Vivíamos en un barrio lleno de olores, y yo fui tu chica de los mandados, ¿no? Y qué me dabas, abuela. ¿Un pedazo de queso? Me dabas, digo, para sacar todo lo bueno que hubo en vos, el derecho de que yo, sentada al lado tuyo, del lado donde el trozo de queso aún era una unidad, mirara cómo echabas todos los ingredientes sobre la carne estirada, sobre el matambre finito, y cómo luego lo enrollabas como si fuera un pionono; de a poco, apretando en cada doblez, y metiendo para adentro los jirones de queso y el huevo picado que se te escapaban por los extremos. Y enrollabas con fuerza, y yo te pedía un mate “cuando termines el matambre, abuela”, y vos me decías que los chicos no toman mate hasta tanto hayan tomado los grandes y que vos ni siquiera habías tomado uno, que todavía no podías. Y yo que qué me importa, si total me gustan lavados y no estrenaste siquiera la yerba; que para qué lo preparás, abuela, si no tomas ni uno hasta que no venga alguien. ¿Y yo qué era, abuela? ¿Quién era sino, al menos, alguien? ¿Me veías, acaso, o yo era una especie de arabesco imperceptible, que te hacía sombra mientras cocinabas? ¿Por qué, abuela, no me abrazaste nunca? ¿Por qué, mientras hacías el matambre, no me preguntabas cómo me había ido en el colegio, si había aprendido las letras? Porque no sabías, abuela; no sabías, abuela, que yo no estaba dibujada. No sabías porque en tus tiempos, en tu cultura, que una nieta quisiera estar con la abuela todo el día era simplemente eso. Pero qué iba a decirte entonces si yo lloraba por dentro, abu, y lo camuflaba en mis historias. Como vos, quizás, en tu cocina, sublimabas tus carencias. ¡Y con qué energía, vieja! Tu matambre estirado era como el lienzo de un pintor, como la hoja en blanco de una escritora, salvando las distancias, que se acortan, claro, porque todo lo que vos hiciste desapareció, pero yo lo reavivo para que también se conozca tu manera de modificar el mundo.
Ya casi terminada tu obra, una vez que el matambre era un rollo inflado, regordete, agarrabas la bovina de hilo, y rodeabas y amasijabas el matambre de un extremo al otro y allí, al final, hacías un nudo, y lo hundías adentro de la gran olla, honda, donde el agua bullía y las ramas de apio se elevaban y se perdían en la profundidad.
La mesa de fórmica blanca quedaba salpicada con los ripios de tu preparación: un salpullido de partículas de yemas de huevo, perejil y ajo picados, y daditos de zanahoria. Entonces, le pasabas el trapo rejilla, te lavabas las manos engrasadas con detergente, y te secabas en tu batón marrón con florcitas amarillas. ¡Mirá que la grasa hubiera delatado tus años! Y, sin embargo, en esos tiempos, cuando me sentaba a tu costado y los pies todavía no me llegaban al piso, tus manos eran lisas. Y así, ya limpita, decías ahora sí, tres horitas de cocción, y no sabés el caldo que queda, y cebabas el primer mate. Mientras succionabas de la bombilla, yo te miraba como contemplaba las casas de muñecas de mis amigas del colegio: con los ojos abiertos, la boca entreabierta, y el deseo de tenerlas. De succionar yo el mate. De tener yo mi propia casita. Te observaba, por entonces que la mesa era blanca y no estaba agrietada, a vos, que eras mi abuela del alma, la viejita que todavía conservaba la cara lisa. Mientras salivaba por el aroma que expedía tu olla, ni pensaba en mi finitud, ni en el abismo en que estábamos las dos indefectiblemente arrojadas sin saber quién llegaría antes al final de no sé qué. ¿Del espiral, abuela? ¿Del arabesco, apenas perceptible, de cada una? Al final, quizás, de la mesa redonda, blanca; a la discusión, tal vez, sobre quién se quedaría con esa base que, en mis recuerdos de infancia, sólo la rememoro blanca cuando echabas un kilo de harina y hacías un hueco en el medio, y ponías ¿huevos?, ¿papas?, para preparar ñoquis. En ese tiempo, abuela, que te miraba sin pestañear y me decía que quería ser, en algunas cosas, como vos, no tenías arrugas. No tenías, viejita, un ojo a medio abrir a causa de las cataratas y la culebrilla; no tenías, no, diabetes; ni salpullido en las piernas. Y caminabas de un lado a otro sin descanso. Y fregabas la ropa en la tabla. Y me llevabas a hacer los mandados con el changuito, y yo ni veía siquiera la posibilidad remota de tu muerte. No veía siquiera la posibilidad de que la mesa redonda de fórmica fuera alguna vez definitivamente blanca. Y te cansabas de tomar mate sola y creo que yo te daba tanta lástima, que le ponías al mate dos cucharadas colmadas de azúcar, y me convidabas. Y yo chupeteaba el extremo de la bombilla, y quedaba mi saliva allí, burbujeando, y vos te enojabas, y me decías “¿Ves? Si le tuviera que dar un mate a otra persona sería una vergüenza”. Y la limpiabas, primero con el índice y el pulgar en pinza, y después con el repasador, y te tomabas otro, ahora con cierta desconfianza, con cierta cara de asco, como si fuera el primer mate, amargo y frío. No sabés lo que se siente vieja, con semejante desplante. ¿Decepción? Ganas de levantarme y de irme, pero ¿a dónde, abu?
Y sí, después me iba un rato, a jugar en tu patio, y vos, desde la cocina, desde el fondo, me gritabas que cuidado con las azaleas, que están florecidas; cuidado con el malvón y los helechos. Creo que deseabas tanto que tu nieto fuera varón (para prolongar el apellido del hombre que te exigía platos candentes cada mediodía) que, incluso, tus advertencias no eran adecuadas, porque yo, abuela, no jugaba a la pelota en tu patio. Y no había ningún riesgo para tus plantas. Simplemente jugaba a ser amante.
O jugaba a que era la novia oficial de un señor más bueno que tu marido (y más joven, por supuesto), y me pintaba los labios con un rush colorado que le había robado a mi mamá, para darle besos en la boca a mi novio imaginario. Y eran besos con lengua, abuela. Le metía la lengua bien adentro, y escarbaba, y le rozaba los dientes, y jugaba con la otra lengua, que era más gorda que la mía. La de mi novio, abuela; claro, la de mi novio. Y como tenía tanto amor para dar y, aunque sabía que podías abandonar la inspección de tu matambre, le daba besos a las paredes de tu patio. Sí, abuela, en las paredes de tu patio estaba la lengua de mi amante. Le daba chupones, abuela; unos chupones que ni te cuento. Y le hablaba, le decía cosas lindas, o me peleaba, pero, finalmente, terminaba diciéndole “te amo” a tu pared.
La acariciaba, abuela, la llenaba de mimos, aunque fuera rústica. Es sólo por eso, y no porque las construcciones de antes eran mejores, que tus paredes no se agrietaron con el paso de los años hasta que dejé de besarlas, por supuesto. No podía, sabrás, besarlas toda la vida, abuela; se me fueron presentando oportunidades más reales, labios carnosos, tibios; lenguas de verdad, abuela. ¡No podía hacerme cargo de tu pared toda la vida!
Después venían, eso sí, las consecuencias; pero mientras estaba besando a la pared como yo lo hacía, apoyando los labios que, al principio, pero sólo al principio porque después me despachaba, sentían rechazo por la aspereza de la pintura chatarra, me olvidaba de todo, abuela. Y cuando digo de todo, digo de todo. Sólo conocía las causas. Y yo estaba necesitada de amor y lo daba. Yo quería que me dieras un mate sin tantas vueltas, o que mi mamá me peinara sin hacerme doler, o que el vecinito de once me diera un beso como Dios manda, en lugar de seducirme cuando me veía haciendo las compras con papá. No aprovechaba, el boludo, cuando jugábamos a las escondidas, solos, sobre Quevedo, para decir piedra libre y, cuando yo saliera perdidosa y débil del  escondite (casi siempre desde atrás de un árbol) estamparme contra la pared de su casa. Porque, aunque en las paredes de tu patio no había nada estampado, yo sabía que un cuerpo podía apoyarse ahí, en esa o en otra, pegando su espalda, para que entre la pared y mi boca se interpusiera otra boca, pero de verdad, abu. La boca del vecino que, a casa no entraba, pero era un boludo, abuela, porque en la calle, sobre Quevedo había un montón de paredes y el sólo las usaba para contar hasta quince, tapándose con el brazo, aunque espiándome, mientras yo corría buscando un árbol gordo, o un auto estacionado, o una puerta con umbrales largos.
Me hubiera gustado confesarte, pero en aquél momento, que yo tomaba revancha sobre la pared amarilla de tu patio y que, mientras yo amaba, aleteaban sobre tus azaleas y malvones, abejas gordas que succionaban las flores, mariposas naranjas que festejaban mis besos.
Yo besaba la pared con amor, abuela, y no pensaba si el rush era rojo, si el rush la manchaba; porque yo estaba amando y ninguna consecuencia desagradable podía sobrevenir al amor, ¿no? Pero cuando reaccionaba; cuando de pronto, otra vez tu grito, y me llamabas, y me decías vení, ¿querés una taza de caldo? ¡El caldo de matambre te va a encantar!, vos me quitabas la concentración, y mi mundo y mi novio desaparecían. Sólo quedaban las  huellas de los besos incrustadas en la pared; besos sin formato, abuela (ya te dije, no eran simples picos; no eran, abuela, sellos de mi boca en trompa). Tomaba entonces conciencia de que me podías retar, de que podías ver que justo al lado de la azalea rosa, en la pared aledaña a la puerta de entrada de tu casa, había una mancha, varias manchas rojas, besos colorados diseminados en un trozo de pared amarilla (a la altura de un metro y diez centímetros, la medida justa desde mis pies hasta mi boca). Y te decía ¡ya voy!, y corría de un lado a otro, con el corazón acelerado, pensando cómo borrar las marcas de esa pasión desenfrenada. Abría un poco la puerta, espiaba y, cuando te ponías de espaldas, frente a la olla popular, entraba, doblaba a la izquierda, y te decía que iba a hacer pis, e iba derechito a tu baño. Allí me paraba sobre el bidet y me miraba en el espejo del botiquín: los restos de lápiz labial se habían esparcido más allá de mis labios. Mi boquita era una gran boca que venía de una batalla de cariño. Me lavaba con agua y jabón, agarraba un trozo gigante de papel higiénico, lo humedecía, lo pasaba también por el jabón, y volvía al patio a limpiar la pared llena de besos. A borrar con papel higiénico lo que para vos hubiera sido una cagada.
Quedaban rastros, sí; no lograba borrar todo, es verdad. Pero cuando lo vieras no sabrías a qué atribuirlo, y si me preguntabas, yo te iba a decir que no sabía nada porque yo no le contaba a nadie con quien andaba en mi imaginación. Me iba a dar mucha vergüenza, abuela, que supieras que yo le daba a la pared los besos que vos no le dabas al abuelo, los besos que el tío no le daba a la tía. Los besos que, al menos delante de mí, papá jamás le dio a mi mamá. Le dio otras cosas, le dejó otras secuelas. Mamá también fue, para papá una especie de pared, pero te  hacías la que no sabías,  pero yo ahora lo sé y lo asumo porque crecí y no me hago la boluda. Vos escuchabas, inevitablemente, y sabías todo, abuela, porque vivíamos en el piso de arriba, y porque en momentos de riñas fuertes, yo te golpeaba la puerta, y te decía, llorando, “abuela, quiero con vos”. Lo sé yo, ¡y si lo sabré, abuela!; vos, que pensás que los psicólogos son para los locos, y no para los cuerdos que comprenden que lo que sucede alrededor y los afecta, no es normal, no es saludable, no es si quiera una imitación de la vida.
Y ahí sí, volvía a entrar a tu casa, me servías una taza de caldo, y yo lo soplaba y se formaban olitas, y entonces  absorbía haciendo ruidito, y te decía qué rico que era, qué rico, qué salado. Pero matambre, no quiero. Y vos que no, que el matambre era para el tío, para la noche, y que de todas formas había que esperar a que se enfriara para cortarlo porque si lo cortabas en caliente se deshacía todo.
Igual siempre con algo convidabas. Le dabas a mamá una cacerola amarilla llena de caldo con el que, a la noche, me hacía sopa de municiones o cabello de ángel. Le dabas el mismo jarro, abuela, que hoy ocupa un pedacito de la mesa redonda, ahora casi enteramente blanca, y donde ponés los dos litros de agua mineral que te prescribió el médico, y vas tomando de a sorbitos, con esfuerzo, porque te cuesta tragarla, mientras mirás los programas de chimentos.

Y ahora, que son recién las nueve de la noche, te llamo desde otra casa, para decirte feliz cumpleaños, me atendés con vos de dormida, y me cambiás el nombre. Me decís Matilda, y yo no te rectifico. Te veo, desde acá, como huelo los olores de las películas, y te imagino, con la cara arrugada, los ojos entrecerrados, cabeceando en tu reposera, todavía con medio litro de agua en el cacharro. Y me decís que gracias, que pensar que voy a tener que hacer esto toda la vida, que no hay remedio; sino, se joden más los riñones. Y yo te digo que de nada, y ahora sí, también ocultándome detrás del teléfono, lloro por la proximidad de la caída y pienso que ese abismo en el que estamos arrojadas ya no debe causarte vértigo porque, no lo querés saber, con tus noventa no lo sabés, y hablas del futuro y de toda la vida, pero te percibo, vieja, cada vez más cerca de dejar blanca, definitivamente, la mesa de fórmica, redonda, donde estirabas el matambre mientras yo te pedía un mate, un rato antes de que me encontrara con la pared de tu patio. Percibo, vieja, que estás dando la última vuelta del espiral, del arabesco, imperceptible, pero que avanza, abu, que avanza sin que lo podamos detener.

“Andá a descansar, abu, que estás dormida”. “Sí, Matilda, gracias por llamar”.

Gisela Mancuso
www.mesetasenlaalmohada.blogspot.com
abrazomariposa@yahoo.com.ar
Escritora - Asistente de redacción - Abogada



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