Gisela Vanesa Mancuso
abrazomariposa@yahoo.com.ar
Detrás de
la puerta
Hay una puerta, de rejas, que separa la casa de mis padres en el primer
piso, de la casa de mi abuela, que no es de mi abuela, pero es de mi abuela
porque ella vivió ahí mucho más tiempo que esa pareja. El ovejero alemán
chumba, rasga el vidrio desde adentro, rindiéndose a la gravedad, dejando
marcados los meridianos de su desesperación en la ventana. Le digo qué lindo
que sos, aunque no es lindo. Se asoma ahora el nene. El hijo de los inquilinos,
que se agarra del marco de la ventana para mantenerse erguido. Le sonrío. El
también deja la marca de su mano en el vidrio, una humedad que pronto se esfuma
cuando subo la escalera hacia la casa de mis padres. Voy a visitar a mis padres,
pero no hago más que atravesar la puerta de calle que me estanco un rato en la
planta baja para hurgar los cambios que los inquilinos se atrevieron a hacer a
la casa de mi abuela, que si viviera diría solo dónde. Dónde y por qué.
Solo preguntaría.
Dónde están las azaleas, dónde la planta de perejil, dónde el romero y
el cilantro, dónde la mesa redonda de cal con trozos de mosaico, por qué no hay
esponja de aluminio en la tierra del limonero, por qué no hay tornillos, por
qué si se oxidan y es el hierro de la planta. Los limones son de bonsái,
pienso. Ahí me quedo pensando en que la vida de mi abuela fue el motivo de esa
casa, que ahora no tiene sentido, ni siquiera el sentido de esa plata que papá
y el tío se reparten todos los meses. No me importa que el nene sea lindo, que
tenga problemas cardíacos, y que la madre haga unas galletitas caseras con
forma de corazón, salpicada de circulitos de chocolate adheridos con dulce de
leche, o con granas, granas de todos los colores, que ni ganas de comerla dan de
lo lindas que son. Subo los escalones de mosaico hacia arriba.
Hay una puerta, de rejas, que separa la casa de mis padres de la casa de
mi abuela. Está abierta. Paso al patio exterior. Chumba el perro, pero se
relame al mirarme. La inquilina corre, desde adentro la cortina, y se asoma con
su bebé en brazos. Hace poco estuvo internado, tiene la cabeza distinta a los
otros nenes. La saludo en voz alta, hola, buen día, cómo estás, pero ella acaso
deletrea lo que le digo, pasa al bebé sobre su brazo derecho, le engarza las
piernas y los brazos en ese perfil, y me saluda con la mano ahora libre. Es una
buena mujer. Mamá me dijo que si hoy iba, merendábamos con las galletitas
caseras que había aprendido a hacer la inquilina. “Tiene granas, forma de
corazones, y mucho dulce de leche. Son ricas”.
Pero yo voy a ver qué pasa en la casa de mi abuela, si el limonero da
limones como Dios manda, o si se quedan minúsculos, como frutos de decoración.
Me quedo largo tiempo en el descanso antes de la puerta de rejas verdes que
siempre está cerrada y que no me atrevo a abrir para indagar si le pusieron
doble vuelta, una vuelta de llave, o un gancho, o está abierta. Me molesta que
las paredes del patio no sean amarillas. A la abuela le gustaba el amarillo y
solía tener reserva de pintura para remendar de tanto en tanto cuando se le
agrietaban las paredes o cuando la tierra de las plantas la esfumaban como
quien frota las partículas de grafito para hacerle sombra a un dibujo. No
subo. Me cuesta entender que hayan cambiado
las cortinas. Son blancas con flores naranjas. Muy llamativa para la casa de mi
abuela. Me gustaban las que ella tenía, las de encaje blanco, las que ella
desprendía gancho por gancho del riel para lavarla cada mes y quedaran blancas,
más blancas que el blanco. No hay nadie hoy. Es hora de la siesta, los
inquilinos deben dormir.
Subo las escaleras, pero no dejo de mirar hacia abajo. Hacia la puerta
de rejas verdes que separa, que me divide, que me dan ganas de bajar corriendo,
abrirla, y forzar el picaporte de bronce de la puerta de madera, y decir hola,
abu, ¿estás tomando mate? Sí, querida, vení; tengo que hacer un puchero, pero
mientras tanto tomamos mate. Y entro entonces a la casa de mi abuela, y ella
está parada frente a la mesa redonda de fórmica blanca, pelando las papas, con
las manos llenas de tierra, como sus paredes esfumadas por el rozar de sus
plantas. Al costado tiene también carnaza cruda, zanahorias, choclo y apio. Me
ceba un mate. Jugamos al ajedrez: sin levantarlo de la mesa, lo arrastra, y pone
la bombilla frente a mi boca. Yo lo tomo. Succiono hasta que hace ruido, y se
lo paso, lo corro, vacío, hacia ella, al lado de la planta de apio. La muerdo,
el apio tiene ese gusto distintivo, ese secreto que es como la impronta de mi
abuela Matilda: detrás de la puerta de rejas verdes, y más detrás, detrás de la
puerta maciza de madera y bronce, mi abuela me espera con unas galletitas
recién hechas, deformes, pero tan ricas que sacian mi hambre aun antes de que
las muerda, desde el olor mismo que irradian hacia todos los costados y a mi
alrededor: olor a esencia de vainilla, a cacao, a harina quemada, a levadura, a
limón. A limón fortificado con hierro, con la viruta oxidada que la abuela
coloca en la tierra, al pie del árbol, arriba de las raíces.
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