La teoría del Jacinto
“[…] Yo siempre
trato de escribir de acuerdo con el principio del témpano de hielo. El témpano
conserva siete octavas partes de su masa debajo del agua por cada parte que
deja ver. Uno puede eliminar cualquier cosa que conozca, y eso sólo fortalece
el témpano de uno […].”
Ernest Hemingway
Aunque
ahora el mundo paralelo que emerge y resurge en las olas de la navegación
virtual nos permite trasladarnos y conocer las características del Amazonas, de
un glaciar, o de un volcán en erupción, cierto es que aquí, en Buenos Aires, no
estamos cerca “realmente” de ningún iceberg. Digo “realmente” en tanto entiendo
que el escritor o el artista se nutre, no solo de otras obras, sino también, y
fundamentalmente, del material que inspira a través de los sentidos en contacto
directo con aquello que le va a pedir prestado al mundo real para expirarlo,
con sus particularidades y de un bostezo, en un papel o en un archivo en blanco
del Word.
Y
la referencia al iceberg tiene un sentido, como también lo tiene la
circunstancia de que opte por hablar del Jacinto en lugar del iceberg.
Ernest
Hemingway formuló la teoría del iceberg, una teoría según la cual un “buen” texto,
un buen “cuento” que pretenda crear una atmósfera elocuente puede simbolizarse
con la figura de ese accidente
geográfico. Es decir, no debe decirse todo ni explicarse todo al lector (esta
sería la parte del iceberg hundida en el agua, escondida, pero sugerida en el
bloque de hielo que se alza a la vista), y sólo debe mostrarse una parte, la
ineludible, aquella a partir de la cual el lector no subestimado adoptará un
papel activo, protagónico, y completará la obra.
Así,
como en Buenos Aires hace frío, y baja aún más la sensación térmica cuando uno
escribe sobre icebergs, se me ocurrió graficar, e intentar ampliar la teoría de
Ernest amigándome con el bulbo de mi Jacinto, cuyas raíces se están despachando
en un florero transparente, entre piedritas; en tanto en el bulbo, hacia arriba,
la flor empieza a sugerir su belleza. La teoría del Jacinto dirá entonces que
esas raíces que, en general, se desperezan bajo tierra y no se ven, son esas
particularidades de una historia que el lector sabrá llenar con sus propias
competencias lingüísticas, culturales, y empíricas, guiado por ese ramo de
flores que “puede ver” (léase “leer”).
Colegimos
así esta cuestión de que no es necesario explicar todo cuando escribimos una
historia; sin embargo, no podemos proscribir nuestro libre albedrío: guiados
por la imaginación y la percepción de nuestros sentidos (yo he necesitado ver
el Jacinto para evocar el iceberg de Hemingway, y “repetirlo”, pero con cierta
cuota genuina), en una primera etapa, y para no alterarnos con el seguimiento
de ninguna teoría o “regla” de escritura, podemos explayarnos a gusto, hablar
de las raíces del Jacinto, de cómo fueron creciendo, de cómo se entretejieron
entre las piedras en la base del florero, de cómo se enmoheció el bulbo en
contacto con el agua y, seguramente, en una etapa posterior, críticos con
nuestro torbellino de ideas, sepamos dejar en lo visible, en el papel, en
nuestra escritura, solo aquello que refiere a la flor. Muchas veces, en este
afán por recortar, encontraremos que el preludio es innecesario y que todo lo
que escribimos en las primeras páginas no fue más que el envión que
necesitábamos para encontrar el comienzo de nuestra historia. Y no termina aquí
el descubrimiento: probablemente hallemos en las raíces del Jacinto, o en las
siete octavas partes de la masa del témpano (la oculta), otros tantos argumentos
que no son desechables. Que son descartables solo para esa historia. La teoría del Jacinto propone, finalmente, al artista
que no se deje embaucar solamente por la construcción del mundo que nos muestra
internet: observar en vivo y en directo las raíces de esta flor o cualquier
otra puede ser el disparador experimental para quebrar un período de hojas en
blanco y cursores que laten al comienzo de la página sin que lo persiga ni una
palabra.
Solo
viendo a un Jacinto uno puede saber qué es para uno un Jacinto. Trasladado al
papel, el Jacinto tendrá la particularidad de quien lo describe. Y en el
bostezo de ideas, reducidas en el proceso de revisión, el aspirante a escritor
encontrará sino su estilo, una aproximación hacia esa búsqueda de “mostrar” el mundo
con sus palabras.
Gisela Vanesa Mancuso
Gisela
Vanesa Mancuso
Abogada U.B.A. Diploma de honor
Asistente de redacción - Escritora
Abogada U.B.A. Diploma de honor
Asistente de redacción - Escritora
Coordinadora de talleres literarios
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